jueves, 7 de enero de 2010

DOMINGO ROTO


Rodolfo Eres Mitro


Nunca me gustó salir los domingos, pero en aquella tarde el sol comenzaba a anunciar los primeros días primaverales y no lo pensé demasiado, salí a caminar sin rumbo. Me escapé de Barracas enfilando hacia el centro. No tenía nada especial en mente, sólo ideas y recuerdos que iban y venían, de manera que me permití un paseo azaroso. De pronto me distraje de mis pensamientos y por lo visto había caminado un largo trecho casi sin notarlo. Vi que me encontraba frente a la embajada francesa. Observé detenidamente su arquitectura y como atraído en la dirección opuesta doblé por la calle Arroyo buscando llegar al Museo que se encuentra sobre Suipacha. Eran las tres de la tarde, más o menos, y había poco movimiento. Al entrar al patio del Museo Fernández Blanco noté que yo era el único público. Vi algún que otro guardia aletargado con rostro deseoso de que pasara la hora. No tuve ganas de entrar a ver el palacio por dentro, no esta vez, simplemente me deleité paseando por su patio de ladrillos, contemplando sus bellos jardines y su singular arquitectura. Recuerdo que aún me sentía mal predispuesto para hacer relaciones públicas, hacía muy poco tiempo que yo había dejado mi reclusión voluntaria, de manera que me sentí a gusto con el jardín para mi solo. Abruptamente acudió a mi mente el recuerdo de las historias de fantasmas y apariciones que habían trascendido años atrás. Entre esas historias me inquietaba en particular la del viejo sirviente que se había suicidado hacía ya muchos años cuando la mansión aún era propiedad de los Noel. Las habladurías cuentan que de tanto en tanto el fantasma de aquel pobre viejo auyenta a los visitantes desprevenidos; pero lo que en realidad más me molestaba era pensar que aquello pudiera ser verdad, que aquellas historias transcurridas en otra época pudieran, de alguna manera, cobrar vida en el presente a través de fantasmagóricas apariciones. Insistí en rodear una vez más el limonero, pero pronto quise irme. Abandoné aquel misterioso palacio dejando que mis pies me llevaran por la pendiente de la vereda hasta la Avenida del Libertador. Me detuve y respiré profundamente. Sentí como si hubiera abandonado una cripta funeraria, lo cual me sobrecogió notablemente. Aquella sensación me dejó bastante molesto. Caminé y caminé sin rumbo. Reflexioné acerca de aquellas historias macabras y concluí que todas las extrañas visiones referidas por empleados u ocasionales visitantes, no eran más que los deseos materializados de todos aquellos que necesitan creer que existe algo más allá de la realidad circundante. Estuve muy conforme con esta conclusión, ya que en ese momento desconocía que muy pronto iba a tener que replantear mis ideas. Al poco tiempo, una serie de acontecimientos extraños hicieron que toda la base sobre la cual descansaban mis razonamientos tambaleara.

A las nueve de la noche estaba de nuevo en mi apartamento intentando preparar algo para la cena. ¡Con qué poco entusiasmo se cocina uno para sí mismo en la soledad! Comer se torna, por momentos, en una práctica insana e indigesta. A veces es como masticar veneno sabiendo que uno seguirá vivo. El día que decidí descorchar una botella de champagne para mí solo sentí tanta melancolía que creí que por fin moriría. En otras épocas y otras circunstancias había disfrutado de esa bebida junto a la compañía de algún amigo, o en el mejor de los casos junto a alguna hermosa mujer, pero en este día de soledad las burbujas se habían transformado en venenosa efervescencia. El hecho de que fuese domingo por la noche no ayudaba a mi digestión. De todos modos decidí comer. Tengo que confesar que tuve un presentimiento, algo inusual en el aire de aquella melancólica noche de Domingo no me gustaba. Mis pensamientos se remontaron a otra época, otro momento de mi vida. Recordé las fiestas formidables y las reuniones, las salidas improvisadas con mis amigos, los viajes a Bahía o a Jamaica, a la Isla de Pascua o a Nueva York. Todos disfrutábamos sin descanso. Nunca faltaba nada. Claro, la fortuna que yo había heredado de mi abuelo daba para mucho y parecía no tener fin. Yo era nieto único y luego de que mis padres fallecieran en un accidente, mi abuelo paterno dejó todas sus riquezas bajo mi amparo. Era difícil imaginar la extinción de setenta y tres millones de dólares. Pero después de todo, entendí que nada es para siempre y mucho menos cuando media el despilfarro. Junto con mi grupo de amigos habíamos decidido reunirnos aquel jueves para cenar en un restaurante de Puerto Madero. Al entrar me dirigí directo a la mesa reservada y sentí sorpresa ante todos aquellos rostros “desconocidos”. En realidad eran mis amigos, pero nunca los había visto con aquella expresión. Sus acostumbradas sonrisas habían desaparecido, y en cambio lucían una inquietante expresión de temeridad. Mi mente enmudeció de asombro, inmediatamente pregunté qué pasaba. Nadie contestó. Insistí pero todos seguían mirándome como si fuese yo el que debiera explicar algo. Alicia, que además de ser mi amiga era mi apoderada, se acercó a mi y bajando la vista dijo que yo acababa de perder toda mi fortuna. Por supuesto no le creí, lancé una carcajada y busqué con mi mirada en los demás algún indicio de complicidad. Seguí riendo y les dije que me habían tendido una gran broma y que casi me lo había creído. Pero nadie cambió la expresión de su cara, todas las miradas inquisidoras se posaban sobre mí. Alicia me miró fijamente a los ojos y con voz trémula me dijo que las inversiones que yo le había pedido hacer el día anterior se habían perdido. Todo excepto una suma que ella misma, como buena previsora que era, había depositado hacía algún tiempo atrás, con el fin de que, si fuera necesario, yo pudiera tener una renta durante mi vejez. Esa es la renta con la cual hoy vivo, sin haber llegado aún a la vejez. Alicia me había advertido el día anterior que mi decisión de poner todo el dinero en esas acciones era una actitud irresponsable de mi parte; yo le había contestado, con aquella soberbia que entonces me caracterizaba, que mi instinto nunca fallaba e insistí en que consumara esa operación. Tomé tembloroso mi celular y a través de algunas llamadas confirmé la catástrofe. Ahora lo había perdido todo. Miré a todos y a cada uno de mis amigos y con una tranquilidad casi descabellada les dije que todos habíamos disfrutado mientras duró, y que ahora nuestra amistad debía seguir de un modo nuevo. Estuve nerviosamente tentado a pensar en voz alta aquello de “Dios lo da y Dios lo Quita”. En realidad mi mente estaba enferma y nublada por mi locura, carecía por completo de la conciencia necesaria para darme cuenta de lo grave da la situación. En aquella época todo para mí era como un juego, incluso aquella desgracia consumada por mí mismo, incluso el imaginarme en la ruina total. Nuestras relaciones, de golpe se habían transformado. Pero ante mi sorpresa comenzaron a levantarse uno a uno y con un gesto de ofensa, desprecio y enojo, se fueron yendo todos. Alicia quedó con su cabeza gacha, sentada sola frente a mí. Le dije que yo esperaba que todos hubiesen enfrentado la situación como verdaderos amigos, pero ahora me despertaba a la realidad de que todos estaban a mi lado por interés. Mi decidida soberbia y el poder que aquella fortuna me había conferido sobre los demás, nublaron mi visión de la realidad. Acababa de enterarme de mi propia ruina material y aún seguía jugando a ser el protagonista de una historia fuerte. Cada vez que recuerdo la persona que era en aquellos días es como si estuviera visualizando a un desconocido, alguien tangencialmente opuesto a mí. Como si no me hubiese escuchado, Alicia se puso de pié y dijo con enfado que yo había cometido un error irreparable al obligarla a hacer aquella fatídica inversión, ahora todo estaba perdido. “Que tengas suerte” me dijo pasando esquiva a mi lado, y desapareció por la puerta. Yo estaba indignado. No podía creer que también ella, mi mejor amiga, había estado todos aquellos años por interés, por dinero. Apretando mis dientes tragué una saliva muy amarga y me fuí de ese lugar para siempre. Más tarde el paso de las horas fue sacudiéndome y llevándome a caer en la realidad, una realidad que ya no tenía retorno. Lloré amargamente y me recluí en mi apartamento durante meses hasta adquirir el aspecto de un miserable. Cuando me di cuenta que nadie iba a venir a verme y que realmente me había quedado solo, me detuve. Hice un replanteo de mi vida y de mi soledad. Aunque el indescriptible dolor permanecía enclavado en mi pecho con una intención perpetua, decidí convivir con mi propia desilusión y con ese tremendo desengaño. Sabía que el resto de mis días eran para contemplar al mundo pasar delante mío, allá, fuera de mi propio mundo hecho de soledad.


Justo cuando empezaba a comer sonó el teléfono. En esas circunstancias solía dejar que sonara hasta que respondiese el contestador automático, ya que las pocas llamadas que recibía normalmente eran de parte de alguna oficina comercial, del servicio de luz, o de algún aburrido bromista. Pero contando con que era un Domingo por la noche, sentí un impulso incontrolable de contestar yo mismo. Ni bien atendí, escuché mucho ruido de estática, como si estuviera lloviendo fuerte. Colgué sin esperar y me sentí inquietado. El teléfono volvió a sonar, descolgué nuevamente y escuché el mismo sonido, pero esta vez se oía una voz lejana que pronunciaba mi nombre. Aunque era irreconocible, había en esa voz algo familiar. De pronto la interferencia disminuyó notablemente y pude escuchar pronunciar mi nombre con mayor claridad. En un momento la voz se detuvo y luego continuó: “Yo no puedo escucharte pero sé que vos podés oirme. No tengo mucho tiempo y quiero que escuches atentamente.” Por un instante la interferencia volvió fuertemente, y enseguida se diluyó, la voz continuó: “Acevedo 117 primer piso, vení pronto por favor.” Después de esta última frase la estática se transformó en un ruido insoportable y al instante se detuvo bruscamente y el aparato recuperó su tono habitual. Nunca me había ocurrido algo semejante, sin embargo, y a pesar de que no debería ser más que un suceso extraño, me sentí algo alarmado. Había algo que me inquietaba irracionalmente: aquella voz me era familiar. Sin embargo no quise buscar en mi recuerdo, sólo sentía una irrefrenable necesidad de acudir a aquel sitio desconocido. La dirección que la voz había mencionado no significaba nada para mí, lo cual tornó todo más enigmático. Salí de inmediato y me subí al primer taxi y en veinte minutos estuve allí. Me sorprendió por demás ver que en esa dirección había una casa de sepelios. Por un momento dudé y por primera vez pensé en la posibilidad de que aquella llamada fuese de algún bromista. De todas formas le pagué al taxista y bajé. Entré a la recepción de aquel lugar y busqué en la marquesina algún nombre conocido, pero allí no había escrito nada. El sitio estaba vacío y ni siquiera se veía al personal del lugar. Así y todo, las luces estaban encendidas y no sé por qué motivo decidí subir unas escaleras que estaban a mi derecha. Llegué al primer piso, donde un gran hall dividía lo que parecían ser dos salas de velatorio cuyas puertas permanecían cerradas. Quise irme pero mi curiosidad pudo más. Me acerqué a una de las puertas y la abrí. A pesar de que estaba oscuro, la luz del hall dejaba ver que allí no había nada, era un salón vacío. Me dirigí hacia la otra sala y observé un breve reflejo que se filtraba entre la puerta y el umbral. Aferré el picaporte y entré. La sala estaba casi en penumbras, salvo por un tenue resplandor que provenía desde detrás de un arco divisorio, el cual dejaba adivinar una sala adyacente. Observé aquel sitio con atención. Aparentemente no había nada ni nadie. Por último me acerqué lentamente para ver desde dónde provenía aquella luz y cuando pude verla, mis pies se clavaron en el piso y por unos segundos dejé de respirar. Atónito descubrí que allí había un féretro descubierto que contenía un cuerpo, el cual estaba siendo velado. El crucifijo y los dos cirios encendidos así lo dejaban suponer. Aunque no había encaje, un pequeño volado de tela blanca se confundía con la también blanca vestimenta del muerto. El sitio era una funeraria y aunque uno sabe qué puede esperar en un sitio así yo estaba confundido, y a esa altura de las circunstancias me sentí inseguro de querer acercarme al cajón. Desde donde estaba parado no podía ver el rostro pero sí las yertas manos entrelazadas, casi tan blancas como la vestimenta. Lentamente, diría que casi inperceptiblemente, me fuí acercando al pié de aquel féretro. Miré a mi alrededor como asegurándome de que allí no había nadie más. Una vez llegado a los pies de ese cuerpo sin vida, observé que el rostro parecía ser el de una mujer y aunque me encontraba desde una perspectiva oblicua pude adivinar que se trataba de una mujer joven y bella. Esto me confundió aún más, ¿qué significaba aquella muerta sola en la penumbra de ese edificio semi vacío, sin familiares, sin amigos, sin flores, sólo una cruz y dos candeleros, y ahora mi presencia misteriosa aún para mi mismo? Me acerqué para poderver su rostro plenamente y luego de haberlo hecho sentí que mis piernas se aflojaban, mi estómago se hundió compulsivamente una y otra vez; quería vomitar pero no tenía qué. Creí que no podría soportar sostenerme en pié. Yo había conocido a aquella persona y ella me había conocido muy bien a mí. Se trataba nada menos que de Alicia Silvermann, mi vieja amiga y apoderada. Ahora sólo me preguntaba qué podría haber pasado. Dentro de mi confusión tomé conciencia de la voz del teléfono, ¡Era la voz de Alicia!, pero, ¿cómo era eso posible? Estaba aterrorizado. Quise apoyar mi mano sobre las suyas, pero antes de consumarlo sentí una pequeña palmada sobre mi hombro izquierdo. El horror que sintió mi cuerpo fué algo sin igual. Solté un extraño aullido de tonos contenidos y aterrado volteé instantáneamente. Un hombre pequeño estaba detrás mío, se disculpó por mi susto y dijo ser empleado del lugar. Preguntó si yo necesitaba algo. Todavía agitado y confundido le dije que no entendía por qué no había nadie y si sabía él la causa de la muerte de mi amiga. Se encogió de hombros y aseguró que en el libro de novedades sólo decía que nadie iría al velatorio, ya que el mismo tenía lugar tan sólo como una formalidad jurídica resultante de la última voluntad de la difunta; a primera hora del día lunes deberían despachar el féretro para cremar el cuerpo. Pregunté por algún familiar que pudiera haber hecho algún trámite previo. Lo negó sacudiendo la cabeza mientras decía que todo el trámite se había efectuado por medio de un expediente policial y me repitió que el velatorio del cuerpo respondía a un especial pedido hecho por mi amiga cuando aún estaba moribunda. Todo me resultaba cada vez más confuso, por lo cual estaba resuelto a ir el día siguiente a la jefatura policial. Miré una vez más el rostro apagado de Alicia buscando encontrar una explicación, pero ella ya no estaba allí para dármela, solamente ví en su expresión una típica mueca de serenidad. Miré el ataúd por última vez y me fuí, no sin antes pedirle al empleado que me dijera en cual comisaría se había iniciado el expediente. En el informe no figuraba ninguna comisaría sino que parecía haberse originado directamente en el Departamento de Policía. Me pareció sorprendente y acrecentó más aún mi sensación de misterio. Volví a casa, ya era tarde, me acosté y a pesar de mis maquinaciones, me dormí pronto.


El timbre del portero eléctrico me despertó. Miré el reloj y eran las siete de la mañana, no me imaginaba quién podría estar llamando tan temprano. Al preguntar quién era, era la policía. Los dejé entrar, eran dos agentes uniformados y me mostraron una citación por la cual debía acompañarlos al Departamento Central. Pregunté cual era el motivo a lo que respondieron que estaba relacionado con la muerte de una mujer joven. Me estremecí de pánico, comprendí que se referían a Alicia y temí que de la misma manera extraña en la cual se habían dado las circunstancias de la noche anterior, ahora yo me viese extrañamente involucrado con algún episodio de su muerte. Luego de vestirme rápidamente salimos. Subí al patrullero ante la mirada curiosa de vecinos y transeúntes y fuí llevado al edificio de la calle Belgrano. Me condujeron hasta la oficina de un comisario, quien mientras hablaba por teléfono me hizo señas para que tomara asiento. Por vez primera caí en la cuenta de que el trato había sido amigable, lo cual no dejaba de intranquilizarme. El comisario colgó el teléfono, me miró fijo a los ojos y aseguró que todo había sido recuperado. Pregunté a qué se refería. Dijo que gracias al accionar de un detective de la división fraudes y estafas, luego de un largo seguimiento se había descubierto a una organización delictiva que se dedicaba a estafar a incautos como yo y que el cerebro de aquella “banda” había sido una tal Alicia Silvermann, pero que había caído muerta en un enfrentamiento con la policía. Quedé mudo. Todavía incrédulo pregunté si habían capturado al resto, a lo que me instó a ver las fotografías de todos ellos. Una a una, las caras que desfilaban ante mis ojos eran las de mis viejos amigos. No lo pude creer, no podía entender en qué momento habían decidido dejar de ser las personas que yo había conocido para transformarse en vulgares delincuentes. Yo los conocía a todos, a la mayoría desde chicos y nunca habría sospechado algo así.
  Como adivinando mis pensamientos, el comisario me miró y sonriendo dijo que habían comenzado el día que decidieron confabularse para sacarme toda mi fortuna. No quise creerlo, pero las evidencias documentadas demostraban que era verdad. Alicia nunca había hecho aquella inversión. Ellos actuaron para mí todo el tiempo aquella noche en el restaurant. Aprovecharon, por supuesto, aquella jugada alocada e irresponsable de mi parte, y cabalgaron sobre mi soberbia abatida. Me traicionaron por mucho más de lo que yo me imaginaba. Recordé la noche anterior y comprendí que aquel llamado telefónico había sido la voz de Alicia tratando de comunicarse desde “el más allá”. Lo logró. Quizás deba interpretarlo como un último deseo de pedirme perdón, quizás simplemente no quiso estar sola en su propio funeral. No sé, puede que las historias de fantasmas sean ciertas. A pesar de haber recuperado gran parte de mi fortuna, sigo solo, más solo que nunca. ¿Quién podría acercarse a mí sin codiciar mis riquezas? Sólo un fantasma. Quizás logre encontrar algún amigo entre las paredes de ese extraño museo del Retiro. Los fantasmas existen... y ahora yo mismo soy uno de ellos.


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Autor: Rodolfo Eres

1 comentario:

  1. Si estas cosas suceden... por increibles que parezcan...

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